jueves, 1 de octubre de 2009

20 años del debut de The Stone Roses: El tiempo nunca se equivoca



Este mes se cumplieron dos décadas del debut homónimo de The Stone Roses, un clásico que encarnó como ningún otro el espíritu de la era del acid house en la floreciente Manchester. Once magníficas canciones que definieron gran parte de lo que saldría musicalmente de la isla durante los’90, pero cargan con el estigma de ser casi el único registro de una banda que no logró superar sus rencillas internas.

Cualquiera que haya ido a una protesta, sabe que las frutas cítricas son excelentes aliadas a la hora de capear el efecto de las bombas lacrimógenas. Más que un capricho estético -o un mero adorno- los limones en la portada del debut de The Stone Roses representaban el hastío de una generación que había pasado su adolescencia bajo el yugo del thatcherismo, con su ímpetu juvenil ahogado en un mar de abulia. Pero los ‘80 se extinguían y, con ello, también el mandato de la Dama de Hierro. Aunque los conservadores seguirían en el poder, Inglaterra emanaba cierto hálito de cambio. La aparición de unos portavoces resultaba urgente; no se necesitaban revolucionarios, pero sí reformistas, capaces de deconstruir los códigos existentes y establecer símbolos propios.

Desde el primer impacto visual, el de su carátula, la ópera prima de los mancunianos declamaba la fundación de otro orden. Diseñado por John Squire, guitarrista del grupo, el frontis del álbum tenía una primera mano de pintura sicodélica, con un zarpazo de los colores de la bandera británica encima. Un mensaje directo al país, proveniente de una banda que -desde el momento de la grabación- confiaba tener las canciones que musicalizarían un segundo aire para el rock inglés. Todo calzaba a la perfección: su ciudad de origen, la variedad en la despensa de inspiraciones, el narcótico latido de sus canciones y hasta el peinado de sus integrantes. Cada objeto del conjunto configuraba la buena nueva de que nada volvería a ser igual, porque cuatro veinteañeros hicieron posesión de una exquisita herencia y la habían devuelto convertida en la última hazaña de una década que ansiaba reivindicarse.

¿Por qué ellos y no otros? En 1987, Primal Scream emergió con Sonic Flower Groove, una placa en la que se reconocían varios de los sortilegios con los que The Stone Roses hechizarían al planeta. Tenía ensoñaciones pop y sicodelia por doquier, además de una frescura incontestable, pero no logró posicionar a los escoceses en la historia. Los caprichos del tiempo les jugaron en contra. Dos años después, la eclosión del house y el fenómeno Madchester propiciaban el escenario perfecto para que Ian Brown, Mani, Reni y John Squire cambiaran a su antojo las reglas del juego. Su fortuna era merecida; durante sesiones de trasnoche (de siete de la tarde a siete de la mañana) y colosales ingestas de marihuana, habían dado a luz al disco perfecto en el lugar y la hora precisos.



El manoseado concepto de “banda sonora para una época” encontró su definición por antonomasia en el debut de este grupo que, para coronar sus ventajas, contaba con una formación rebosante de mística. Brown era un frontman dueño de la situación, arrogante, magnético y entrañable; Squire, un virtuoso de la guitarra cuya escuela fluctuaba entre Hendrix y Marr; Mani tenía tanto groove como un negro y siempre se caracterizó por su carácter amable (era el favorito de los periodistas); y Reni aportaba sus infinitos dotes rítmicos, que resultaron imprescindibles en la conjugación de rock con música de baile. Oro puro. “El pasado es tuyo, pero el futuro es mío”, clamaban en “She bangs the drums”. La celebrada frase no podía ser más profética. Aunque su esplendor fue breve, el legado del cuarteto sentó las bases del britpop y dictó las leyes sobre cómo debían comportarse las bandas inglesas.

Producido por John Leckie (quien había trabajado para Lennon y McCartney, -por separado- además de XTC y The Fall, entre otros), el debut de The Stone Roses fue una anomalía para el indie, que por primera vez tenía entre sus filas a un exponente tan deseoso de masividad. La obra era el encuentro con el desencuentro; la hija del desdén hacia la inventiva y de un exuberante perfeccionismo, el mismo que luego terminaría jugando un rol importante en su temprana disolución. En pocas palabras, el clímax de un estilo que llevaba cinco arduos años siendo pulido y de la vida creativa de quienes lo crearon. El homónimo elepé se convirtió en la clase de disco del que es imposible hablar sin caer en clichés, y lo hizo a través de un mensaje humanista, proletario y post-adolescente. Un repertorio que no sabía de limitaciones, en el que cualquier estado emocional se encontraba a su alcance. Con la misma facilidad, sonaban vulnerables en “I wanna be adored”, deslumbrados en “She bangs the drums” e invencibles en “I am the resurrection”. Canciones que jamás perdían un ápice de altura, ni siquiera reproducidas en reversa, como ocurría con “Don’t stop”, que usaba la pista instrumental invertida de “Waterfall” (un truco del manual de The Beatles, que utilizaban desde que Peter Hook les produjo “Elephant stone” y que luego repitieron en el single de la estremecedora “Made of stone”).

Dos agitadas décadas han transcurrido desde la edición de este álbum, considerado por muchos como el mejor de los ‘80 -e, incluso, el mejor debut de la historia-, y nadie ha podido superar al mito de The Stone Roses. Ian Brown es mencionado en las oraciones de miles de vocalistas, con su nombre reemplazando al de Dios en el Padrenuestro, mientras rezan para apegarse a su imagen y semejanza. Los cuatro de Manchester lo hicieron todo, sin temor a nada. Desafiaron al poder de la prensa musical británica, que sólo le brindó una tibia recepción al elepé, y mancomunaron los rasgos que debe tener una banda para convertirse en el paradigma de su época. Un hito generacional de infinitos efluvios, cuyas reminiscencias directas todavía no conocen equivalente, porque continúa siendo la última actualización del manual del pop clásico y los años le siguen dando la razón. El tiempo nunca se equivoca.

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